Aldo es un peluquero joven para ser el clásico del barrio, pero junta la experiencia para cortar el pelo como un padre. Me asomo a la puerta, salta desde el fondo de su mostrador y aparece si saliera de un escondite, pero recibe con mucha amabilidad, curiosamente tiene una memoria de gran capacidad para recordar nombres, y así lo hace notar, cuando se adelanta al saludo. Te espera con su silla de estilo rústico, en pocos segundos realiza un sondeo del corte que vas a buscar y en su mano derecha sostiene el peine como un pincel y con un movimiento de rastrillo desenmaraña tu cabeza. Su energía es variable, algunas días te puede hace un análisis de la situación económica del país y otras veces hay que sacarle las palabras con un sacacorchos, por momentos de la corta estadía, el tema de diálogo recurrente es su Pilar edípico, donde lo espera su madre con una cocina maravillosa, según cuenta. Los colores del local varían desde un marrón antiguo, hasta un amarrillo renovado, rodeado por fotos alegóricas a una peluquería, que es en definitiva lo que uno viene a buscar. Aldo vive en, para y por su local, camina por el lugar con mucha naturalidad, sabe lo que tiene a la perfección y puede encontrar cualquier en milésimas de segundo. El corte termina, y tímidamente te dice la cuenta, que nunca supera los $ 100, se despide con un saludo de un buen trato comercial, nunca con un beso.