Un sitio de lo más íntimo y de ambiente muy familiar. No es un gran restaurante con una decoración pretenciosa, sino un pequeño rinconcito de aspecto hogareño y con mucho mucho encanto. El camarero es un hombre muy amable y despistado. Se le olvidan las cosas a veces pero está muy atento a que nunca falte de nada. La comida para mi gusto está muy bien, aunque no son raciones enormes, llenan lo justo y necesario y están riquísimas. Nosotros pedimos un plato para dos, una botella de agua grande que compartimos y un postre CASERO Y DELICIOSO cada uno, y nos salió por 28 euros en total. Al final nos obsequiaron con un chupito y yo salí la mar de satisfecha. Merece la pena!