Cuando trabajaba en ventas(entiéndase: ir de aquí para allá cargando bolsa y carpeta, vestida de traje sastre y tacones que luego de un rato hubiese querido mandar lejos) llegar a este pequeño local era como encontrar un oasis. Algo escondido, pero suficiente para dar cabida a una gran canasta con tacos, un refrigerador con refrescos y los respectivos contenedores de chiles en vinagre, cebollas con chile habanero y guacamole. Qué más daba perder la compostura si al pasar por ahí era irremediable una«pequeña» dosis de tacos de canasta y un refresco frío para luego seguir trabajando y, ahora sí, recuperar la sonrisa convincente hasta dar con el siguiente cliente. Hoy, tal vez por la amabilidad de don Chuy, quien atiende a sus clientes como si fueran los únicos, el negocio es asediado a medio día por oficinistas de la zona. Estos, como yo en muchos momentos, sólo hacen a un lado la corbata y levantan el meñique rechazando la comida corrida de enfrente por una orden surtida entre papa, frijol, chicharrón y, mi favorito, adobo. Son económicos y muy recomendables, por eso vale la pena tomar el consejo de don Chuy: «cierro a las cuatro pero, con suerte, a medio día ya terminé».